Argumentum Scachisticum
Es evidente que Dios no ignora las reglas que rigen el ajedrez. Más aún: su inefable entendimiento comprende y prevé el manantial infinito de combinaciones que cada nueva jugada introduce. Este pequeño y divino detalle acarrea ciertas complicaciones: si a Dios le es dado atisbar cualquier camino victorioso desde el interior del laberinto, no precisa de urdir ataques, ni mucho menos defensas. Estrategia y táctica desterradas, le basta con elegir uno de los senderos y pasearlo hasta el mate. Sabedor del desenlace, está exento de toda lucha, y sin lucha, privado de la incertidumbre que da sentido a todo juego. Es posible que guiado por la fascinación de escaques y trebejos, concibiera un ser cuya sola cualidad fuera estar a su altura ante el tablero. Esto tampoco le aportaría mayor interés: un cruce de miradas tras el primer movimiento de las blancas acordaría las tablas. Inútil retar al Diablo: aparte de conducir a situaciones del mismo cariz, no estaría muy bien visto.
Dicho en pocas palabras, todo el placer que Dios llega a experimentar con el más grande de los juegos, no excede la mera especulación intelectual en solitario; verbigracia, cuantos movimientos le durará Kasparov al ser llamado a su presencia.
Corolario: Dios es incapaz de divertirse con el ajedrez, cualidad ésta no vedada a los mortales.
Tal aserción es inconcebible; ergo, Dios no existe.
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